Mientras mucho en nuestras vidas —buscar pareja o trabajo, pedir comida, el consumo de cultura— parece optimizado en exceso, los kissa —sus modelos de negocio, su escala, sus menús— están claramente infraoptimizados. De algún modo, están destinados a quedarse atrás.
Craig Mod, Kissa by kissa, 2020, página 109
Leer a Craig Mod ha sido uno de mis pasatiempos favoritos durante estos meses raros. Mientras mi mundo se reducía a mi hogar, la prosa de Mod —principalmente acerca de sus largas caminatas por Japón— me hizo la mejor de las compañías.
Ayer leí esta cita en su precioso libro sobre los kissaten, peculiares cafeterías que proliferaron por todo Japón durante la era Showa (mediados del siglo XX) y que son un ejemplo más de la estética occidental a través del prisma japonés. Para él son un refugio, pero también hoy un sinsentido en el país de los konbinis ubicuos y el eterno éxodo rural.
Este Japón “vaciado” me lleva de vuelta al dilema, quizá falso, entre eficacia y eficiencia.
En 2020, nos dimos cuenta del riesgo de haber llevado la producción casi al completo de equipos de protección, como las mascarillas, a una dictadura remota. En 2021, vivimos cómo un único buque encallaba poniendo en jaque el sistema global de distribución de mercancías. Nuestro sistema económico está optimizado al máximo, y quizá por eso hemos llegado a nuestro máximo nivel de desarrollo. Pero esta extrema eficiencia también es frágil: un sistema no es fiable sin redundancias, y el nuestro está lleno de cuellos de botella.
Pienso en la eficiencia que no es. En cómo las grandes empresas han desplazado al pequeño comercio, el comercio de barrio. En estos tiempos, comprar aquí, al lado, parece un pequeño lujo, un capricho absurdo. Las compras se deben hacer en los asépticos supermercados, los libros en Amazon, los muebles en el Ikea. ¿Dónde si no? Es que es más cómodo. ¿Lo es? ¿Hacer cola en el súper para comprar un triste kilo de azúcar? ¿Esperar para tener un artículo que ni siquiera has visto y palpado que te tienen que llevar a tu casa desde algún almacén remoto? Esta ficción es peligrosa por muchas razones. Algunas macro, como el poder que estas empresas acaban teniendo para distorsionar nuestra economía. Otras a una escala quizá más humana: el puesto de trabajo que se pierde, el peor servicio, el trabajar tú gratis, el no saber el nombre de quien está ahí cada día para venderte las cebollas.
Me pregunto qué podríamos pagar con el beneficio de tener una máquina tan bien engrasada. Recuerdo los debates sobre el “turismo sanitario”, o sobre el déficit de la sanidad pública en sentido más amplio. ¿Qué estamos haciendo con tanta eficiencia si no nos permite vivir mejor, o incluso ser mejores, compartir, dar de vuelta? Quizá esto sea populismo barato: sí vivimos mejor, aunque no sea fácil identificar las correlaciones. O quizá la eficiencia llega hasta donde llega. Pero también somos conscientes de que las crecientes ganancias de esta mayor eficiencia no están distribuidas de forma equitativa, más bien al contrario. ¿No hay una manera mejor de hacer las cosas?
Al final, las mascarillas llegaron, y el Ever Given —portacontenedores japonés, por cierto— escapó del canal de Suez. Los kissa cierran y los konbini abren. Los bares resisten entre lavanderías, casas de apuestas y locales vacíos. El mundo cambia y yo no sé si tirar la primera piedra al nostálgico de turno o si el nostálgico soy yo. Aquí os dejo, me voy a la frutería.