Tras años del tecnopesimismo más absoluto con la caída en desgracia de las redes sociales y el bluff de todo lo cripto, este no es el mejor momento para la llegada de la inteligencia artificial. Pero basta con utilizarla para darse cuenta de que mirar a otro lado no es una opción.
En los últimos meses, me he acercado a unas cuantas herramientas generativas, con tanta cautela como curiosidad:
- He programado un pequeño proyecto en un fin de semana con la ayuda de GitHub Copilot, basada en GPT-3.
- He utilizado ChatGPT para buscar alternativas a microcopy en mi trabajo.
- He generado una ilustración con DALL·E para ilustrar un artículo, además de trastear con Midjourney y Craiyon.
En ningún caso los resultados que me ha arrojado la inteligencia artificial han sido perfectos. No es posible generar una buena imagen sin ensayo y error. No es posible discernir las sugerencias de Copilot si no sabes programar. Pero en todos los casos, las herramientas me han demostrado su potencial en lo creativo y me han ayudado a hacer lo que quería hacer, bien de forma más eficiente, bien ofreciéndome más opciones para decidir, bien permitiéndome hacer cosas que no sería capaz de hacer de otro modo. De alguna manera, estas herramientas le hacen a uno sentirse sobrehumano: si puedo poner en palabras lo que deseo, lo puedo tener —más o menos.
Los riesgos en torno a esta tecnología son innumerables. Seguridad, información falsa, derechos de autor, intrusismo, acceso desigual a la tecnología, dependencia de grandes corporaciones. En concreto, la carrera entre Microsoft y Google para incorporar respuestas generadas por inteligencia artificial a los resultados de búsqueda pinta mal: no parece algo que hacer a la carrera. E incluso a un nivel más filosófico surgen preguntas. ¿Dónde queda la auténtica creatividad? ¿Confiaremos más en el criterio de una IA que en el de una persona? ¿Cómo puede avanzar una sociedad mediada por una IA que haya aprendido de todos nuestros sesgos?
Pero esta tecnología, a diferencia de otras, es útil y fascinante. El reto de volverla ética, segura y accesible es colosal, y aun así creo que merece la pena abordarlo. Por un lado, no debemos subestimar la capacidad que tenemos las personas de sacar provecho de las herramientas a nuestro alcance. Por otro, creo que estamos mejor preparados, más alerta, desde el escepticismo más que desde la euforia tecnooptimista de principios de siglo. Hay mucho trabajo por hacer: pongámonos en marcha.