Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
No soy tan afortunado como esa gente que tiene veinte años y aún puede disfrutar de la compañía de todos sus abuelos. Lo cierto es que a mí, de los cuatro, me queda solo una, la paterna: una mujer fuerte, quizá sin demasiado tacto pero con un buen corazón. Los demás, efectivamente, han fallecido.
El padre de mi padre, el abuelo del cual heredé mi nombre y, por motivos obvios, también mi apellido: Juan Ángel, un hombre que tuvo que peleárselas con el mar en verano, con la mina el resto del año. No tuve el placer de conocerle. También la madre de mi madre, trabajadora y sensata, a la cual le diagnosticaron dos meses de vida que, gracias a su férrea voluntad (en forma de dieta rigurosa), se convirtieron en nada menos que veinte años. Sin embargo, no fueron suficientes: ni tan siquiera pudo verme caminar.
Pero del que quiero hablar es de su marido. Ramiro, se llamaba. Nació en 1910, y tenía 26 años cuando se vio obligado a ir a la guerra por el bando nacional, teniendo a sus dos hermanos en el rojo, y a una madre que ni con su legendario carisma podía evitar pasarse las horas rezando. Sea como sea, todos volvieron sanos y salvos. Cinco hijos tuvieron, entre ellos a esa madre a la que yo tanto quiero (y a la cual tanto cito).
Mi abuelo, al igual que toda la familia, era de un pueblín de Grandas de Salime, cercano a Galicia. Adoraba leer. Siempre le había gustado. Quería estar informado de todo (no por nada estaba suscrito al periódico, que de aquella era semanal, y fueron ellos los que tuvieron la primera radio del pueblo), y aun en Oviedo, a unos cuantos kilómetros y horas de allí, mantenía su costumbre. Le encantaba leer aquella enciclopedia que había llegado a sus manos.
Sería en el año 1998, con mis solo 5 años, cuando lo perdería también a él. No obstante siguió mostrándome su afecto hasta en los últimos momentos. Mientras pude, fui Juanito, “su amigo”. Lo cierto es que no recuerdo nada de aquello (de su muerte, digo, que sí de él), y huelga decir que no acudí a su entierro. Y quizá ahora lamento más su pérdida.
Porque pienso cuánto disfrutaríamos ambos de nuestros gustos en común. Podríamos, quizá, leer alguna novela a la par, o hablar de algún tema de política de esos que a él le debían de gustar, intercalado, por qué no, por las anécdotas que le habrían dejado tantos años de experiencia. Y sin duda habría disfrutado tanto o más que yo mismo de todo lo de mi libro. Si presumía con los dibujinos que yo ya hacía de aquella, qué no haría con eso.
Pero, como se suele decir, es ley de vida. Podría decir más cosas de él, quizá, pero tampoco es necesario. Habría sido (y aún es) una persona muy importante para mí, eso sin duda. Y aunque no sea yo muy creyente, guardo la esperanza de que pueda aún sentir estas palabras que le dedico. Dicen que en Internet todo permanece, y espero que este homenaje no sea la excepción, porque se lo merece. Seguro que con esto de los blogs habría alucinado.