Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
Siempre los he amado. Ya cuando tenía 6 años cogía un atlas que tenía de aquella por casa, y me pasaba horas aprendiéndome países, capitales y demás cosas quizá dignas de recordar. No hace mucho, buscando una única cosa en el atlas que había sucedido al primero, recuerdo que me quedé prendado quizá una hora entre sus páginas. Y anteayer, en mi querida feria, cogí un mapa, esta vez de Finlandia, que, a las 3 de la mañana, consiguió tenerme en pie una media hora más.
No sé qué clase de extraña magia ejercen sobre mí esos papeles con fronteras encima. Tal vez imaginarme cómo sería estar a tantos kilómetros de casa, cómo son las vidas de la gente que allí habita. Por qué en tal sitio hay tanta carretera, y acullá tan solo alguna vía cada muchas millas. Trazar con un impreciso lápiz el que podría convertirse en mi vuelta al mundo (lo cual ya he hecho).
No hay lugar que se salve: las ciudades de América del Norte, las antiguas civilizaciones y la selva profunda de la del Sur, los orígenes y la fauna de África, la impresionante cultura de Oriente Próximo, la siempre sorpresiva vida en Asia, la antipódica tranquilidad de Oceanía, la historia ineludible europea y la terrible soledad de los Polos. Nada escapa de mi ojo curioso, que ansia viajar por todos ellos, aunque en el fondo sepa que es imposible.