Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
Las islas Pitcairn son cuatro islas del Pacífico sur, 43 kilómetros cuadrados, una esquina a 32 horas en barco del aeropuerto más cercano, varias especies únicas, un lugar Patrimonio de la Humanidad y el país con menor población del mundo: 56 habitantes.
Las nueve familias descienden de dieciocho de los veintidós tripulantes del barco inglés Bounty amotinados en 1789. Al parecer no pudieron resistirse a la vida «idílica» de las islas tahitianas (aunque después catorce fueron repatriados y juzgados). Hoy siguen siendo parte de Reino Unido, aunque la metrópoli no suele entrometerse en la política local.
Una sociedad enana pero no arcaica, que cuenta con internet por satélite (2gb al mes a 256kbps por unos 60 euros), aunque sigue gustándole comunicarse por radio. Los mayores de edad están obligados a participar en obras públicas: son unos treinta y tantos. Los niños, a ir al colegio: unos diez, enseñados por un profesor elegido por la gobernadora que, dicho sea de paso, vive en Nueva Zelanda, a más de cinco mil kilómetros de distancia. Turistas y demás llegan en alguno de los ocho o nueve viajes que cada año les unen con Mangareva.
Es la democracia más pequeña del mundo, aunque no haya separación efectiva de poderes: el Consejo de la Isla, con diez escaños (¿el 20% de los adultos?), tiene el poder legislativo y judicial. No hay partidos políticos en Pitcairn. Su constitución (PDF) prohíbe la discriminación, entre otros motivos, por orientación sexual, y de hecho el país ya se convirtió en 1838 en uno de los primeros en permitir el voto femenino.
El escándalo
Pero si algo destaca en la historia reciente de las islas es el juicio por abuso de menores que llevó al banquillo a siete hombres de Pitcairn. En 1999 un policía británico empezó a descubrir casos de abusos sexuales. Se iniciaría entonces una operación por la que se interrogó a todas las mujeres de la isla para conocer su alcance. En 2002, Reino Unido autorizó que el juicio se realizara en Nueva Zelanda dos años después según la ley de Pitcairn, si bien tendría lugar finalmente en la propia isla: allí se desplazarían jueces y demás duplicando su población, en un proceso que tendría un coste total de casi 9 millones de euros (14 millones de dólares neozelandeses).
Eran siete hombres: un tercio de los varones adultos de la isla. Se argüía que las consecuencias de la encarcelación de los acusados serían letales para el porvenir de la isla. Pero no era solo eso. La tolerancia durante décadas hacia la relaciones sexuales con menores de edad (había víctimas con 5 años) se veía reflejada en el apoyo de muchas de esas mujeres: Olive Christian, mujer del por aquel entonces alcalde, las justificaba como parte de la cultura polinesia que desde el asentamiento en el siglo XVII había formado parte también de la propia. (Las denuncias y la discreción de otras mujeres demuestran, no obstante, que no todas estaban de acuerdo)
Tras idas y venidas, e incluso el cuestionamiento de la jurisdicción británica de Pitcairn, seis de los siete acusados serían declarados culpables y cuatro irían a la cárcel. Nueva constitución, nueva legislación. El mundo conocido triunfaba sobre el reducto: la metrópoli y la mayoría de la humanidad censuraba lo que en Pitcairn, un pequeño país desarrollado que iba a otro ritmo, se había impuesto con el tiempo. Más sobre el juicio en Wikipedia (en inglés).
Hoy, Pitcairn sigue adelante, sin grandes cambios en su población, sin dramas, informando en su periódico local sobre el último crucero que ha llegado o la amenaza del dengue. Os recomiendo echar un vistazo, por ejemplo, al último número (PDF): no tiene pérdida.