Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
Groenlandia es un país fascinante. Allí la densidad de población es tan pequeña que hay 38 kilómetros cuadrados por habitante: un país más grande que México que llenaría solo dos tercios del Bernabéu. El 80% de su superficie la ocupa una gran masa de hielo, que elevaría 7 metros el nivel del mar si desapareciera; el 20% del territorio restante es, aun así, superior al tamaño de Japón. Su capital, Nuuk, 22 mil habitantes, tiene la única universidad del país, con tan solo 150 alumnos. Pero ojito: el gobierno groenlandés financia los estudios en cualquier universidad europea a los locales.
Solo dos ciudades están comunicadas por tierra, siendo el avión el principal medio de transporte. Aunque estén bajo gestión, por ahora, danesa, tienen su propio idioma inuit, y el 87% de la población tiene sangre indígena. Las distancias se miden tradicionalmente en sinik, sueños: es decir, el número de noches de distancia. Las temperaturas en enero, por ejemplo, en la capital, oscilan entre los -10 y los -6ºC. Eso sí, llueve, en este momento del año, cuatro veces menos que en mi querida ciudad natal. Y tras haber cerrado su última mina de zinc, quizá deba vivir tan solo de la pesca y el turismo, pero su IDH es superior al nuestro.
Durante las vacaciones hubo un día que me fui a la cama a las 5 de la mañana tras dejarme absorber por completo por lo que de este ignoto lugar me contaba la Wikipedia. Es toda una suerte. No tengo más que decir.