Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.

Cuánto se está hablando de las elecciones al Parlamento Europeo del domingo. En nuestro país la conversación gira en torno a lo nacional: Arias Cañete, ese machote intelectualmente superior, y una Elena Valenciano que representa a un partido con menos credibilidad que el de los recortes y la corrupción se han empeñado en convertir esta campaña en una pelea de recreo. Veo un debate a seis en TVE: cuidado, alguno habla de Europa.

Pero incluso el catetismo patrio languidece ante la auténtica amenaza que suponen los partidos eurófobos: aunque no supondrán aún un porcentaje determinante en el Parlamento, está claro que se han multiplicado y que llevarán sin pudor a Bruselas y Estrasburgo ideas muy peligrosas. Ya no se trata solo de que quieran destruir la Unión, sino también de que muchos de ellos acompañarán el mazo de xenofobia y homofobia. Tenemos, digamos, suerte de ser un país con un cierto consenso respecto a Europa, aunque tengamos también nuestras vergüenzas en estos dos últimos ámbitos (y aún, parece, con el sexismo).

Después está la encrucijada en la que se encuentra el propio establishment, la propia Unión tal cual es hoy a seis días de las elecciones. Se han esforzado por vender que el domingo elegiremos no solo a nuestros europarlamentarios, sino también a un presidente de la Comisión Europea, del gobierno de la UE como un todo. Teniendo en cuenta las mayorías posibles, ninguna absoluta en solitario, difícilmente suficiente como para imponer un candidato incluso en coalición, forzarán quizá una presidencia de consenso. Como de costumbre. Cuyo signo político no sea de siglas, sino subyacente. En el peor de los casos, designada por un consejo de veintisiete presidentes que barren cada cual para su casa, con veintisiete intereses diferentes, con frecuencia enfrentados: en otras palabras, no por el poder de las urnas, sino por un puñado de políticos elegidos hace x años que harán más bien poco por el bien común.

Es difícil vender Europa cuando nuestros candidatos no miran más allá de los Pirineos, cuando los medios de comunicación les dan coba, cuando en otros países otros venden populismo y cuando la Unión se ve incapaz de dar garantías democráticas a sus ciudadanos.

Y aun así, Europa es el camino.