Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
Cosas muy graves, como los atentados en Noruega o los edificios quemados en Reino Unido. Cosas graves, como la recaída de las bolsas a niveles de principios de crisis. Cosas que no están bien, como el gasto público en un evento «evangelizador» o que aquellos que nos gobernarán a partir de noviembre vayan a terminar con una etapa dorada —o al menos mejor que en otros tiempos— de nuestra televisión pública. Los veranos no suelen ofrecer muchas noticias, pero este ha sido la excepción. Y por lo general no ha habido mucho bueno que decir.
Pero si las cosas están mal, habrá que poner buena cara. Tengo derecho a mi fiesta, a tener un minuto de descanso entre tantas preocupaciones sobre mi futuro, sobre aquellos que me gobiernan y me gobernarán, sobre mi presente mismo. Mientras estuve en París me sentía hasta un poquillo culpable de estar disfrutando de algo así con la que estaba cayendo, cuando en realidad estaba haciendo lo correcto y lo que todo el mundo debería: disfrutar de la vida.
No cuesta tanto ser optimista, es simple y llanamente una actitud. Decir «fuck the crisis», esperar a que los problemas lleguen para afrontarlos, y no dejar que nos amarguen cuando nada podemos hacer por evitarlos. Me gusta la publicidad así, tan cercana, tan vital: parece mentira que sea Ikea quien nos lo diga. Clap, clap.