Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
Los veranos suelen ser extraordinarios. Sol, viajes, tiempo libre. Tengo la suerte de estar pasando este en Bruselas, a unos setecientos kilómetros de casa. ¿El motivo? Es una historia muy larga de contar, pero básicamente estoy de prácticas en la Comisión Europea. Como os podréis imaginar, en la que es probablemente la ciudad más cosmopolita del mundo es fácil conocer a gente de todos los rincones de Europa, y así ha sido.
Quizá seamos parecidos en lo fundamental, pero en los detalles las diferencias afloran. Una, fundamental, es la comida. Nuestras cosas: yogur con azúcar («Déjame probar eso»). Sus cosas: la infame agua con gas («¿Por qué iba yo a pagar por agua como la del grifo?», y acabé por entrar al trapo). Por el camino, frutas inefables, lavar la carne antes de cocinarla (!!!) y demás.
Pero algo que me llamó especialmente la atención es la aversión de foráneos y autóctonos a mezclar dulce y salado, aun en la más mínima proporción. Bien es sabido que mucha repostería requiere de una pizca de sal, el potenciador del sabor por excelencia: pues bien, en el momento de echársela (yo) a unos crêpes frixuelos, la cara de perplejidad fue memorable. También cuando hablo de comer salchichas con mermelada, como si la salsa de tomate, por ejemplo, no fuera ligeramente dulce, obvia consecuencia de añadirle azúcar para corregir la acidez del tomate. O más aún: la poderosa relación entre la leche y lo dulce, haciéndome sentir culpable por tomarla con la cena como si de agua se tratara.
Si alguien quiere llamar guarrindongada a alguna de estas cosas, que aprenda de los profesionales. Cuando hablamos de gastronomía, mejor probar antes de juzgar.
Y cuando hablamos de lo demás, también.