Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.
El español es un idioma especialmente rico en lo que se refiere al lenguaje vulgar, transversal a cualquier estrato (incluso a algún académico de la RAE). En internet muchos lo usamos en nuestro día a día, y desde la llegada de los smartphone, además, todo el día. Y sin embargo, parece que hay un agente que está empeñado en impedírnoslo. Se llama Google.
Intentad escribir cualquier insulto estándar con el teclado predictivo de Android. No: efectivamente, no se puede. Ahora intentad añadirlo al diccionario. No, tampoco se puede, porque ya está en el diccionario, en una lista negra. Y ahí tenemos a la cultura estadounidense imponiéndonos su conservadurismo lingüístico en nuestra vida cotidiana, sin que importe si eres de Oklahoma o de Albacete.
Es un ejemplo sencillo, irrelevante, de lo presuntuosos que pueden llegar a ser quienes diseñan los productos que utilizamos a todas horas. Al diseñar hay que tomar decisiones sobre temas que el usuario quizá no conoce y que repercutirán positivamente en su experiencia, pero esto no es sinónimo de poder imponerle valores. Apple, que busca, con su ecosistema cerrado, «una experiencia de usuario de calidad». Facebook o Twitter, restringiendo la libertad de los desarrolladores que tanto valor añadido les han aportado. O quizá no informarnos ninguna como es debido de lo que hacen con nuestra información.
Parece una tontería, pero es una cultura que impregna las compañías del mundo tecnológico: la de no respetar nuestra libertad. No caigamos en el relativismo, en justificarlas «porque son empresas». Defendamos nuestros derechos antes de que sea demasiado tarde. Dejadme hacer con mis aparatitos lo que yo quiera, gracias.