Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.

Hoy he sentido como antaño las ganas de escribir. Podría decir que es porque sí, pero estas cosas nunca lo son: siempre habrá algún detonante de estos deseos de volver a teclear. Y hoy, que uno tiene la sensación de que ya no es leído apenas por nadie, se vuelve a permitir escribir para uno mismo. Qué más da.

Leía hace unos instantes el Magazine, el suplemento de La Nueva España -y de tropecientos periódicos más- que, aunque a priori pueda parecer algo sin demasiado glamour, ha sido desde siempre una ventanita hacia reflexiones. Me sorprende la entrevista a Isabel Allende.

Habla de dramas. De drogas, de misticismo, de hijas muertas. Su última novela trata de lo primero, y eso siempre es un tema peliagudo. Después, «yo creo igual al astrólogo que al médico», ante lo cual mi corazón parece detenerse un par de segundos por el susto, y que me hace pensar en cosas terribles que se hacen en nombre de la irracionalidad. Y lo último me sobresalta por tener relación con un tema que lleva rondando mi cabeza varios días: la fragilidad de las vidas de las que nos rodean, quizá más peligrosa que la nuestra propia.

Runrún, runrún, runrún. Hace tiempo que mi cabeza no se toma un respiro y aprovecha las vacaciones. No sé, demasiada incertidumbre. Dice Allende también que defendamos nuestra Seguridad Social, y una impotencia de colosal envergadura me nubla la visión. Estamos en la calle para evitar quedarnos sin ella, pero ahora no estoy optimista -raro- y una bofetada de realismo me dice que seguramente se cumpla aquello que leía hace años: nuestros padres tuvieron una infancia difícil y una vejez placentera, y a nosotros nos ocurrirá lo contrario. Qué vértigo.

Quizá es que aún quedan cosas bonitas, como cierta canción de Manel, pero aun con esas algunos días de embriagante melancolía se oponen a los normales, los de siempre, los de tirar para adelante.

Y pensando en vidas se me ocurre ir concluyendo este collage de ideas no lo suficientemente conexas con un texto que me dejó sin palabras el otro día. Arturo Pérez Reverte cuenta grandes verdades con esa precisión que cabe valorar de los buenos escritores, y por lo que se ha ganado, sin duda, ya no solo mi respeto, sino también mi admiración.

Valió de verborrea, disculpen el delirio. Buenas noches.