Este artículo se publicó hace mucho tiempo. Es posible que haya cambiado mi manera de pensar desde entonces.

Vista vespertina de Mawson, una de las tres bases antárticas de Australia
Vista nocturna de la base neozelandesa Scott

La Antártida. Hace unos años, de aquella en la que servidor empezaba a dar vueltas por la red, me atopé con una web que permitía ver las imágenes captadas por cámaras-webcams alrededor de todo el mundo. Me maravilló ver las míticas ciudades tal y como eran en ese preciso instante, pero recuerdo que algo en especial me llamó la atención. Una cam situada en nada menos que la Antártida. Sentí una intensa emoción al ver ese universo tan lejano que constituye, a tantos miles de kilómetros de distancia (y más dificultades aún de salvarlos). Poco más o menos, eran como estas que podéis ver arriba, las cuales tienen solo unas horas.

Qué lugar tan diferente de nuestro hábitat. Desde luego, nadie podrá evitar sentirse sobrecogido conocedor de las dimensiones del continente antártico (pues si fuera un país sería el segundo más grande del mundo), y también pensando en sus gélidas temperaturas. Menos 23 grados centígrados, dice la imagen.

Pero quizá es el blanco lo que nos llega. En conjunto es un entorno desolador, y da cuenta de lo grande y desconocido que es (aún) el mundo que habitamos. Porque, ¿os habéis planteado por un instante cómo sería vivir en esas naves verdes? ¿O ir a dar un paseo por ahí, siempre y cuando el clima lo permitiese? Desde luego, la Antártida no será la mítica Atlantis, pero para la gente común como tú y yo… ¿no es acaso igual de ignota y (por qué no decirlo) de maravillosa?